Desde la revolución industrial, el hombre ha intentado escapar y buscar el recreo y el descanso en zonas de campo, de naturaleza, guiado por la intuición de que ese esparcimiento, tanto de su mente como de su cuerpo, sería positivo para su salud y para su espíritu. Hasta hace relativamente poco, casi todas las ciudades eran islas, espacios separados de lo verde, de la tierra, del paisaje. El transitar por la naturaleza nos permite alejarnos de los grises de nuestro entorno cotidiano y disfrutar de una serenidad que no podemos encontrar en la ciudad.
Tanto el Toledo moderno como el antiguo se hallan anclados en un espacio muy particular y es que, la definición que hace del mismo el río Tajo, abarca esos valores ambientales que tanto buscamos desde la urbanidad. Sus riberas y sus zonas de influencia se encuentran cerca de nuestras casas, por lo que el sosiego y la armonía que perseguimos tantas veces al finalizar nuestra jornada nos esperan siempre cerca.
Así pues, parece necesario que dejemos de silenciar la realidad que todos conocemos y compartimos: la del terrible deterioro de un espacio tan puro y tan característico. La dejadez y el abandono que caracteriza a la política a la que siempre hemos estado acostumbrados no debe pasarle factura a nuestro entorno ni debe ser parte de nuestra identidad. Hablemos abiertamente y más a menudo sobre si es irremediable el estado de las aguas que el río arrastra; sobre si es posible que la senda sea respetada en todos sus tramos; sobre si percibimos que quien visita Toledo no guarda demasiado interés por aproximarse a las orillas del río que su folleto turístico menciona; sobre si, en definitiva, el vivir próximos a él desde el apego nos pudiera ayudar a crecer como personas y como ciudad.
Toledo se merece más.