No me siento capaz de entrecomillar el término completo, a pesar de haberse dado en llamar así.
Porque una cosa es la regulación -cuya necesidad obviamente no entro a valorar- y otra, bien distinta, lo que la expresión comporta para el ciudadano de a pie, … y que inevitablemente puede trascender mucho más allá de lo previsible en un primer momento.
Con total probabilidad, el microscópico, insidioso y apátrida “bichito” que llegó a nuestras vidas en forma de anuncio apocalíptico “camuflado” en Estado de Alarma marque un antes y un después en la cotidianeidad de nuestras vidas.
En cuestión de horas pasamos de salir cada día a trabajar, estudiar, pasear, alternar con amigos, visitar a la familia, ir de compras o tomar un café en un bar … a un confinamiento desconocido en nuestra historia reciente, a noticias desoladoras sobre contagios y fallecimientos en todas las latitudes, a las dudas fundadas sobre si encontraríamos empleo al que volver o a si nuestros hijos volverán a sentarse en los pupitres de las escuelas tras el verano en vez de en el salón de casa, a la lacerante incertidumbre sobre cuándo y cómo volverá nuestra vida a ser como siempre la hemos conocido…
Las distintas fases de desescalada han constituido un período de transición impuesto artificialmente y han venido a vestir de autorización nuestros crecientes movimientos y la direccionalidad de la “normalidad”.
Con la llegada –esperadísima- de la temporada estival y con ella el calor, para algunos, muchos –demasiados, dicho con sinceridad- la pandemia ha sido algo así como un mal sueño. Una pesadilla sacada de los estudios de la Paramount.
Pero nada más lejos de la realidad.
Porque la crisis sobrevenida marcará una impronta en nuestra relación con el entorno y dejará un engrama inconsciente hasta en el más escéptico.
Para una sociedad como la nuestra, caracterizada por la facilidad y aceptación de las manifestaciones públicas de afecto o cordialidad mediante el contacto, mantener la distancia de seguridad y el empleo de la mascarilla dan al traste con la cultura del abrazo, la cercanía, los dos besos, e incluso el apretón de manos en contextos más formales. Y el gesto antes esperado es sustituido ahora por otro bien distinto, que es el de ejercer al máximo la responsabilidad unipersonal, invirtiendo las costumbres totalmente anexadas a nuestra existencia.
Como también las de dejar al latino arbitrium las circunstancias de los meses venideros, cuando la mayor parte de los mortales caemos con frecuencia en el error de creer tener el control sobre lo que nos rodea, cuando el único control es el ejercido sobre las decisiones que tomamos con respecto a ello.
Expresiones que quedarán marcadas en la retina de algunos y en el vocabulario habitual de todos como son la de crisis económica, social y sanitaria. Y que no se circunscriben a los valores bursátiles en el IBEX, las entregas de bolsas de comida a familias para su subsistencia o a los familiares enterrados sin ser despedidos. Porque detrás de cada expresión hay un sinfín de historias. Algunas aún con desenlace incierto.
Porque la situación sobrevenida ha aflorado, en muchos, un sentimiento tan antiguo como es el Hombre y que es el de la vulnerabilidad del ser humano. Y es que la fortificación tras la que creemos estar resguardados en nuestro día a día se ha visto amenazada por el ariete de la globalidad. Hemos tomado consciencia, casi por obligación, de la interconexión con cualquier ser vivo del otro lado de nuestro Planeta. Siendo testigos, en primerísima persona, de cómo el batir de las alas de una mariposa ha provocado un huracán en la otra parte del mundo.
Y ya bajando a lo más “inmediatamente mundano” –pero no por ello menos importante-, la situación de confinamiento de los últimos meses nos ha hermanado con los problemas de conciliación que paliaban los recursos del Sistema Educativo u otros de carácter social, nos ha convertido en improvisados y atribulados “docentes”, ha puesto a prueba nuestras relaciones de pareja, la capacidad de mantener una presión psicológica y emocional constantes, la frustración de mirar la puerta de entrada de nuestra casa y saber que no podíamos atravesarla, el miedo a lo desconocido, el dolor de la distancia física con los más queridos, el fantasmagórico silencio de las calles, pero también nos ha enfrentado directamente a la “simplicidad” de nuestra existencia porque quizá por vez primera hemos sucumbido –sin proponérnoslo- al continuo ejercicio de la mindfulness, del ejercicio físico en pocos metros de habitación, al valor de una cena completamente centrados en la dinámica familiar o al recientemente descubierto maravilloso sabor que tiene un bizcocho cuando el principal ingrediente son la paciencia y el amor.
Las nuevas tecnologías se han agendado un lugar propio en nuestro día a día. Videollamadas con café incluido emulando los no-posibles -en esos momentos- encuentros con amigos y familia. Las reuniones telemáticas de trabajo. La incursión de una cámara en casi cualquier habitáculo de nuestro hogar, sin horarios pero también sin agravio.
Hasta cambios normativos; Nuevas regulaciones en la metodología laboral-horarios-privacidad-responsabilidad empresarial y trabajador; Auténticos test de stress de los sistemas Educativo, Social y Sanitario; Continuas alusiones, con un sentido toque de amargura, a la importancia de nuestra capacidad y recursos en Investigación nacional; A la importancia desmedida de la rapidez y veracidad en la transmisión de información; A la capacidad de coordinación entre Administraciones. Para, en definitiva, poner a prueba nuestra capacidad de adaptación al medio.
No, definitivamente no voy a entrecomillar la expresión nueva “normalidad”. La revisión de nuestras prioridades, nuestros valores, y la relatividad de aquello que nos importa y con lo que contamos, conlleva demasiadas implicaciones y no tengo competencia moral para pecar de reduccionista.
Susana Hernández del Mazo
Grupo Municipal Ciudadanos Ayuntamiento de Talavera